
En la adolescencia nuestro individualismo aflora, con el tiempo vamos cediendo terreno a la colectividad, cumplimos con nuestro deber en el trabajo y nos sometemos a horarios y rutinas, cumplimos nuestro deber con la familia y les proporcionamos un hogar ordenado y limpio luchando cada día contra la locura y el caos. Nos sacrificamos por nuestros hijos de una forma convencida y natural anteponiéndolos a todo. Podemos hacer o decir cualquier cosa pero no podemos elegir lo que sentimos, ni podemos automutilar completamente nuestra intimidad y nos sentimos individuales y libres.
En nuestro camino a través del tiempo por la vida, las circunstancias van modificando nuestra existencia, nuestra percepción y nuestros sentimientos, y nos afecta y nos confunde y nos sentimos contrariados y también afecta y confunde a las personas que nos rodean por la proximidad, por las expectativas.
No podemos inventarnos un muro imaginario que nos produce agresividad y rencor hacia nosotros y hacia otras personas que creemos responsables, un muro que nos aísla y nos obsesiona cuando detrás están los derechos y sentimientos individuales de otros, no podemos llamarle incomunicación cuando se trata de imponer nuestra voluntad a los demás por miedo, no podemos evitar el cambio cuando nosotros mismos lo hemos propiciado. No se trata de vencer la desconfianza, ni siquiera de poner voluntad y esfuerzo se tratar de asumir nuestra responsabilidad, de respetar los sentimientos de los demás y de aprender a distinguir cuando es nuestro problema.